Virginia Calhoun de Millán
Hace muchos años el diente de león no era la humilde florecita amarilla que ahora vemos al lado de las banquetas. ¡No, para nada! Era un arbolón más alto que una palmera, con una enorme copa como sombrilla formada de una sola flor, redonda y dorada. Se veía a leguas, y era la admiración de todos. Los marineros en alta mar buscaban a esta flor como un faro, los caminantes calculaban su rumbo en referencia a ella y venía la gente de todas partes con sus hijos a admirar tan singular y grandiosa belleza.
Tan grande era su flor que la gente empezó compararla con el propio Sol. “¡Miren al diente de león!” decían los niños que llegaban a admirarlo. “Es más brillante que el Sol, ¿verdad?” Y sus papás contestaban, “¡Sí! Vean como el Sol sólo refleja algo del resplandor de esta gran flor.” ¡Uy, qué feliz se ponía el diente de león! Más estiraba su tronco para hacerse todavía más alto.
“Sí, es verdad,” decía. “El Sol me queda chico. ¡Mírenme, observen lo grandioso que soy! ¡Mi flor es única y le da envidia al Sol, a la Luna y las Estrellas! ¡Vengan, mortales, adórenme, que yo soy el centelleo que le da vida a la tierra!”
Pobre tonto, que de tanto repetir esa gran mentira, llegó a creerla. Pero el Sol no es ajeno a lo que dicen en la Tierra. Mientras más el diente de león se jactaba de su luz y poder divinos, más se enojaba el verdadero Sol.
“¿Quién será esa flor presumida que tiene la osadía de quererme derrocar?” se dijo un día el Astro Rey. “He oído sus blasfemias, ¿cómo quiere recibir el culto de la gente? Ya es hora que vaya a ponerlo en su lugar.” Y el Sol se acercó a la Tierra para castigar al diente de león.
Los devotos que estaban alrededor de la gigantesca flor empezaron a sentir un gran calor. Al principio imaginaban que ése emanaba del diente de león.
“Divina Flor, tú que traes la primavera a la tierra, dígnate a bendecirnos con tus rayos, que florezca toda la tierra,” le aclamaron.
Muy pronto el calor se volvió insoportable y, al mirar al cielo, vieron que el Sol se acercaba velozmente hacia la Tierra. Se veía cada vez más grande, más deslumbrante y más iracundo. Sus rayos despiadados azotaron la Tierra, secando toda la vegetación. Asustados, todos le reclamaron al diente de león.
“¿Ya ves lo que provocaste con tus ínfulas y tus delirios de grandeza? ¡Cómo nos engañaste! Te creímos el Sol, te rendimos culto, te rezamos, y ahora que nos va a castigar el verdadero Sol por tu culpa, ¿acaso nos puedes defender? Si en realidad tú eres la luz que da vida, quema a ese Sol abrasador que se nos acerca. Y si no hiciste más que mentirnos, entrégate a tu verdugo, porque nosotros ya no te creemos.”
El pobre diente de león no supo qué contestarle a la gente. De repente se dio cuenta de su terrible error. Vio cómo corrían todos escapando del castigo que venía, pero ¿cómo podría huir, enraizado como estaba? De la vergüenza y el miedo que sentía, comenzó a encogerse y pasó de ser del tamaño de una palmera al de una palapa, luego al de mesa redonda, una sombrilla, un ramito de claveles, y finalmente quedó del tamaño de un minúsculo hongo.
“Aun así escondido, me va a encontrar el Sol y me va a achicharrar,” pensó. “No quedará rastro de mí sobre la faz de la tierra. ¡Pobrecitas de mis semillas inocentes que tendrán que morir conmigo! Ahora ¿quién querrá ayudarnos, ya que todos están en mi contra? A ver si, a pesar de todo, el Viento me puede tener compasión y ayude a que mis semillas se escapen del martirio que me espera.”
El diente de león a toda prisa convirtió sus pétalos amarillos en semillas con alitas de hilo fino para poder flotar. Luego rogó al piadoso Viento que hiciera favor de llevarlas lejos y desperdigarlas por todas partes. La florecita quedó pelona, sin pétalos y sin semillas, temblando de miedo y haciéndose lo más chiquita que pudo. Así la encontró el Sol.
“¡Presumida, infeliz!” rugió el Astro Rey. “¡Cómo te atreves engañar a toda la gente y recibir su adoración, llamándote Resplandor, Fuente de luz y vida! ¡Mentirosa! ¡Impostora! ¡Mereces ser quemada viva!”
El pobre diente de león casi no podía contestarle. “Señor Sol, Astro Rey, Dador de Luz y Vida, ¡perdóname! Sé que merezco la muerte por mi altivez y atrevimiento. Soy menos que nada, lo reconozco, y no tengo más que apelar a tu misericordia y generosidad. Y si me vas a matar, como es tu derecho, por lo menos te suplico que dejes a mis hijitos con vida.”
Tanta humildad del otrora soberbio diente de león conmovió al Sol. “Florecita, te perdono. No te mataré, ni mataré a tus hijos. Pero te quedarás pequeña para siempre. Crecerás en los rincones más humildes, en los agujeros de las paredes, al borde de las banquetas y entre las piedras de las calles. Tus hijos siempre volarán lejos y te quedarás sola. Pero desde tu lugar humilde, seguirás reflejando mi esplendida luz en tu faz redonda y amarilla. ¡Vive en paz ya, pequeño diente de león!”
Tan grande era su flor que la gente empezó compararla con el propio Sol. “¡Miren al diente de león!” decían los niños que llegaban a admirarlo. “Es más brillante que el Sol, ¿verdad?” Y sus papás contestaban, “¡Sí! Vean como el Sol sólo refleja algo del resplandor de esta gran flor.” ¡Uy, qué feliz se ponía el diente de león! Más estiraba su tronco para hacerse todavía más alto.
“Sí, es verdad,” decía. “El Sol me queda chico. ¡Mírenme, observen lo grandioso que soy! ¡Mi flor es única y le da envidia al Sol, a la Luna y las Estrellas! ¡Vengan, mortales, adórenme, que yo soy el centelleo que le da vida a la tierra!”
Pobre tonto, que de tanto repetir esa gran mentira, llegó a creerla. Pero el Sol no es ajeno a lo que dicen en la Tierra. Mientras más el diente de león se jactaba de su luz y poder divinos, más se enojaba el verdadero Sol.
“¿Quién será esa flor presumida que tiene la osadía de quererme derrocar?” se dijo un día el Astro Rey. “He oído sus blasfemias, ¿cómo quiere recibir el culto de la gente? Ya es hora que vaya a ponerlo en su lugar.” Y el Sol se acercó a la Tierra para castigar al diente de león.
Los devotos que estaban alrededor de la gigantesca flor empezaron a sentir un gran calor. Al principio imaginaban que ése emanaba del diente de león.
“Divina Flor, tú que traes la primavera a la tierra, dígnate a bendecirnos con tus rayos, que florezca toda la tierra,” le aclamaron.
Muy pronto el calor se volvió insoportable y, al mirar al cielo, vieron que el Sol se acercaba velozmente hacia la Tierra. Se veía cada vez más grande, más deslumbrante y más iracundo. Sus rayos despiadados azotaron la Tierra, secando toda la vegetación. Asustados, todos le reclamaron al diente de león.
“¿Ya ves lo que provocaste con tus ínfulas y tus delirios de grandeza? ¡Cómo nos engañaste! Te creímos el Sol, te rendimos culto, te rezamos, y ahora que nos va a castigar el verdadero Sol por tu culpa, ¿acaso nos puedes defender? Si en realidad tú eres la luz que da vida, quema a ese Sol abrasador que se nos acerca. Y si no hiciste más que mentirnos, entrégate a tu verdugo, porque nosotros ya no te creemos.”
El pobre diente de león no supo qué contestarle a la gente. De repente se dio cuenta de su terrible error. Vio cómo corrían todos escapando del castigo que venía, pero ¿cómo podría huir, enraizado como estaba? De la vergüenza y el miedo que sentía, comenzó a encogerse y pasó de ser del tamaño de una palmera al de una palapa, luego al de mesa redonda, una sombrilla, un ramito de claveles, y finalmente quedó del tamaño de un minúsculo hongo.
“Aun así escondido, me va a encontrar el Sol y me va a achicharrar,” pensó. “No quedará rastro de mí sobre la faz de la tierra. ¡Pobrecitas de mis semillas inocentes que tendrán que morir conmigo! Ahora ¿quién querrá ayudarnos, ya que todos están en mi contra? A ver si, a pesar de todo, el Viento me puede tener compasión y ayude a que mis semillas se escapen del martirio que me espera.”
El diente de león a toda prisa convirtió sus pétalos amarillos en semillas con alitas de hilo fino para poder flotar. Luego rogó al piadoso Viento que hiciera favor de llevarlas lejos y desperdigarlas por todas partes. La florecita quedó pelona, sin pétalos y sin semillas, temblando de miedo y haciéndose lo más chiquita que pudo. Así la encontró el Sol.
“¡Presumida, infeliz!” rugió el Astro Rey. “¡Cómo te atreves engañar a toda la gente y recibir su adoración, llamándote Resplandor, Fuente de luz y vida! ¡Mentirosa! ¡Impostora! ¡Mereces ser quemada viva!”
El pobre diente de león casi no podía contestarle. “Señor Sol, Astro Rey, Dador de Luz y Vida, ¡perdóname! Sé que merezco la muerte por mi altivez y atrevimiento. Soy menos que nada, lo reconozco, y no tengo más que apelar a tu misericordia y generosidad. Y si me vas a matar, como es tu derecho, por lo menos te suplico que dejes a mis hijitos con vida.”
Tanta humildad del otrora soberbio diente de león conmovió al Sol. “Florecita, te perdono. No te mataré, ni mataré a tus hijos. Pero te quedarás pequeña para siempre. Crecerás en los rincones más humildes, en los agujeros de las paredes, al borde de las banquetas y entre las piedras de las calles. Tus hijos siempre volarán lejos y te quedarás sola. Pero desde tu lugar humilde, seguirás reflejando mi esplendida luz en tu faz redonda y amarilla. ¡Vive en paz ya, pequeño diente de león!”
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