Carlos Perola Burguete
La historia de la lucha por el rechazo o la aceptación de expresiones culturales y políticas en momentos de mayor polarización social, ha dejado hondas huellas en las relaciones sociales que establecen los sectores sancristobalenses. En esa historia, las cosas no han sido lineales. En momentos, se logra aprobación o tolerancia y lo que ayer era “ilegal”, finalmente se termina aceptando. Pero también, lo que antes era legal, hoy podría ser colocado en situación de no legalidad.
En ese proceso de cambio asistimos a un nuevo momento con el tema de las actuales manifestaciones juveniles, socioculturales y políticas, como el graffiti, el tag, o la pinta política (que no rayado), que están puestas en el ojo de la polémica. Polémica a la que, por cierto, han faltado los espacios necesarios para lograr un debate serio, sustituyendo éste por posicionamientos y a veces por prejuicios que alientan la confrontación e intolerancia. Todo indica que se requerirá de un poco más de tiempo, de un proceso, de reflexión en espacios formales e informales, como los que progresivamente comienzan a abrirse para debatir el tema con mesura y responsabilidad. Con ese espíritu de diálogo, de propuestas y respuestas, habrá que recoger todas las voces. Desde aquellas que señalan que el graffiti, el tag, o la pinta política nacieron en el campo de lo ilegal y “seguirán siendo ilegales”. Pero también, habrá que hacer eco de las voces que dicen que son nuevas formas de expresión de los jóvenes, manifestaciones de su creatividad. Y que ésas se convierten en “ilegales” cuando afectan a terceros; es decir cuando sus paredes son pintadas sin su consentimiento previo informado.
Detrás de las anteriores aseveraciones se deja ver una diversidad cultural, posiciones políticas disímiles, visiones diferenciadas que tiene una sociedad tan diversa como la sancristobalense del reconocimiento o no a la diversidad cultural y política, que desde antaño campea en este territorio y que ya se albergó en el seno de nuestra sociedad. Las lecciones históricas nos dicen que cualquier acción social o política que socorra a un sector de la sociedad sancristobalense e inquiete a otro sector, sin diálogo previo que logren puntos de convergencia, derivará en una polarización ideológica, cultural o política, que abonará insumos para conflictos posteriores.
En realidad, la tan traída y llevada reyerta de legalidad y prohibición del graffiti, el tag, o la pinta política, da cuenta de otros problemas; el más grave es la ausencia de políticas públicas en el ámbito municipal, que atienda y apoye a las expresiones y movimientos culturales de los jóvenes y de sus diferentes tribus urbanas como los rokeros, graffiteros, tatuadores, escarificadores, pintores, escultores, escritores, raperos, DJ´s, skate, cletos, low raiders y baikers. En las dos últimas décadas se han creado diversas políticas para atender grupos vulnerables, lo que resulta positivo. Las políticas de atención a la mujer; a las personas de la tercera edad; discapacitados o pueblos indígenas, han logrado avances y aceptación social sobre su legitimidad. Pero resulta preocupante que hasta ahora se carezca de una política social para jóvenes, del mismo calado e importancia que esos otros grupos.
La ausencia de políticas públicas consensadas que atiendan aspectos culturales y artísticos que hoy requieren y exigen las y los jóvenes, sirve de pretexto para justificar las voces ciudadanas y de funcionarios que descalifican a los jóvenes que habitan San Cristóbal. Sirven para señalarles y adjudicarles actitudes vandálicas a los graffiteros, sean estos jóvenes o no. Justifica la criminalización y represión que se ejerce sobre las manifestaciones y sobre las personas que la expresan. Frente a su rechazo los jóvenes levantan su voz y reclaman el reconocimiento de sus prácticas culturales, en donde, por cierto, no se limitan a ésas que ahora están estigmatizadas. La polarización de acciones entre las autoridades y los graffiteros, los que realizan tag, o los de la pinta política, se viene manifestando con mayor beligerancia en ambos bandos. No dudo que el crecimiento de lugares públicos rayados se deba a la carencia de espacios negociados, a la oferta de espacios otorgados por las autoridades municipales y sea manifestación de la rebeldía e inconformidad de una juventud que no está siendo escuchada ni atendida. Pero pongo en tela de juicio que todos esos rayados los hagan solamente los jóvenes.
Múltiples voces ciudadanas hemos escuchado, como las que proponen que las Instituciones Educativas, las ONG’s y asociaciones civiles, participen en la organización y logística de eventos culturales y artísticos, que fortalezcan la identidad apropiada que los jóvenes quieren darle hoy a los espacios y lugares históricos en el que se desarrollan, conviven y se relacionan con otros que no son tan jóvenes y tienen y le dan otra visión y contenido de esos mismos espacios. No se trata de imponer la visión de uno sobre otro. Las imposiciones no terminan con buenos resultados. Recordemos que así cayó la estatua de un colonizador de pueblos indios en esta ciudad; eso hizo diferente a la generación que lo puso, de la que lo tiró. Se puso de manifiesto la identidad con la historia y el tiempo. Finalmente, lo que tanto tiempo fue calificado como ilegal, terminó siendo aceptado. Con esto no digo que hay que aceptar el rayado de edificios históricos y casas habitación. No, puntualizo. Si la apremiante necesidad de un dialogo propositivo, de acuerdos tangibles entre gobierno, adultos y jóvenes.
La creación de espacios sería una de las múltiples posibilidades para incursionar en las expresiones culturales y políticas que hoy exigen los jóvenes, y que permitirían cambiar este tipo de manifestaciones. En la práctica, la política de reducir los rayados de monumentos y paredes, tiene que ver con la necesidad de la apertura de más espacios, y no con la negación de de la expresión, o el castigo a quien otorgue el permiso, mucho menos la criminalización, encarcelamiento y asesinato de jóvenes.
El reto para las autoridades y la ciudadanía está no solo en hacer propuestas, sino llevarlas a la práctica, de tal manera que conduzca a elaborar y ejecutar un plan para mejorar las medidas de prevención del delito y evitar la represión de menores. La aceptación y el respeto de los jóvenes en la sociedad, no solo se dará en los centros deportivos, sino también en centros de expresión cultural.
Como sancristobalenses nos conviene mirar para el norte del país y aprender lecciones. En la actualidad el ejemplo de Ciudad Juárez debería de servirnos para poner “las barbas a remojar”. Ya hemos escuchado el diagnóstico del senado y del poder ejecutivo que nos dicen que en Juárez “se rompió el tejido social” y esa ruptura produjo jóvenes delincuentes que hoy engrosan los grupos de sicarios. Es decir, los jóvenes no encontraron espacios para realizar su propia vida con identidad e intereses. Hecho el diagnóstico, advierten la urgencia de reparar el tejido social. Pero tal cosa no es tarea fácil y podrá llevar varios años; si no es que décadas. Requiere de volver a poner las cosas en su lugar, en devolver a los jóvenes la dignidad y las oportunidades.
De eso se trata nuestro reto, de esta disyuntiva en la que ahora nos encontramos. O contribuimos a fortalecer el tejido social para que los jóvenes encuentren y construyan espacios dignos para su realización como tales o contribuimos (por acción o por omisión) a disolver el tejido social sobre el que se soporta la convivencia pacífica.
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