domingo, 6 de marzo de 2011

UN PEQUEÑO PARÉNTESIS

Filiberto Bedolla

Desgraciadamente muchas personas al llegar al éxito, sobresalir en el trabajo, en el deporte, o en la política. Transforman radicalmente su vida y sobre todo, su manera de ser. E inflados por el orgullo y vanidad flotan despegando los pies de la tierra y se olvidan por completo de ese don, de esa esencia llamada HUMILDAD. Me pregunto yo, y le pregunto a aquellos. ¿De qué sirven todos esos logros y esfuerzos, de haber sobresalido de los demás, si después se dejan conquistar por el vano orgullo? Si el éxito y el momento de gloria pueden ser pasajeros. Ser humilde no consiste en ser apocado. Al contrario, la humildad es una fuerza que exige grandes dosis de madures y valentía. Es la fuerza del que sabe que sobresale de los demás, pues se ha esforzado para lograrlo y no necesita estar hablando ni presumiendo de ello cada rato. La humildad es la fuerza del que sabe que sabe, y no tiene que inflarse como pavo real.
Bueno, espero no haber cantinfleado mucho, pero sobre este tema y a su manera, una vieja leyenda oriental nos ilustra con su sabiduría sobre la importancia de la HUMILDAD.
Existió allá en el Japón medieval un pequeño monasterio Budista que formaba a sus monjes en las diversas artes de lucha y combate. Entre los novicios, destacó una vez un joven llamado Chizuki por su extraordinaria habilidad en el combate. Chizuki era simplemente invencible: rápido como el pensamiento y fuerte como un tigre. Con tal naturaleza, era difícil que el joven novicio se interesara en la pasividad de la meditación o la filosofía. Su tutor, Moichi, estaba ya desesperado con él, pues no veía la manera de que el entusiasta jovenzuelo se preocupara por otra cosa que no fuera las artes marciales. Chizuki se estaba convirtiendo incluso en un pequeño pretencioso, inflado por su inusitada habilidad marcial. Se pavoneaba delante de sus compañeros, y respetaba bien poco todo aquello que no estuviera relacionado con el combate o el entrenamiento. Una primavera, según se acercaban los torneos regionales de combate, a Chizuki se le metió en la cabeza participar. “Estoy seguro que nadie me ganará”, decía, “Será un gran honor para mí y para el monasterio”. Pero su tutor Moichi no lo veía así: “No son esos honores que buscamos”. Pero ante la insistencia del joven fue a consultar con el patriarca para que diera una solución al problema. Para sorpresa del tutor, el anciano patriarca dijo: “Déjale ir al torneo. Sin duda aprenderá una buena lección”. Moichi no sabía muy bien a qué se refería el anciano, pero concedió a su pupilo el permiso. Como era de esperar, el extraordinario Chiziki se alzó con la victoria en los torneos después de derrotar con gran habilidad a innumerables adversarios. Entusiasmado de alegría y deseos de anunciar a sus compañeros y superiores la buena nueva, tomó enseguida el camino hacia el monasterio. A mitad del recorrido se topó con un hombre que estaba descansando en la orilla del río. El desconocido le preguntó si era él, el que había ganado el torneo, a lo que Chizuki respondió que sí, inflado de orgullo.
Entonces el desconocido le lanzó un golpee que el joven logró evitar por milésima de segundos. Siguió un corto intercambio de golpes, hasta que el monje le alcanzó con una potente patada al costado que dejó a su rival fuera de combate con una costilla rota. Chizuki había aprendido también a curar, así que le colocó el hueso roto y le aplicó unas hierbas. Cuando preguntó por qué le había atacado, el desconocido simplemente respondió: “Porque eres el campeón y pensaba que yo era mejor que tú”. Chizuki, consternado por el encuentro, tuvo sin embargo que pelear por la misma razón contra otros luchadores más que fue encontrando en el camino de vuelta al monasterio, venciendo siempre pero cada vez más preocupado. Cuando por fin llegó a su monasterio, vio que delante de la entrada se encontraban decenas de guerreros que estaban esperando ahí para desafiarle. Se entabló el primer combate y Chizuki descubrió su rostro dejándose golpear y cayendo inconciente. El joven se dejó ganar y nunca volvió a los torneos. A partir de entonces se tomó en serio la meditación y se dedicó de lleno a la medicina. Aprendió bien la lección que la fama y el orgullo tienen un alto precio, un precio que es el sacrificio de la tranquilidad virtuosa y de la armonía. Aprendió la esencia y el valor de la HUMILDAD.
Apreciables amigos. ¿Conocen ustedes la Humildad? En estos cochinos tiempos ¿Han oído ustedes de esa palabra extraña hoy día? Mucho se oye y se habla de ella, pero suele brillar por su ausencia, como muchas otras cosas en extinción. La falta de esta esencia que es la Humildad es tan común hoy día y basta tan solo con mirar algunas personas exitosas y no exitosas, o ir a alguna oficina gubernamental o de servicios públicos y se producen escenas y actitudes soberbias, altaneras y despectivas.
Amigos: ¡Malos tiempos para la humildad! Debemos pues impregnar y abonar con la esencia de nuestro ejemplo a los demás y sobre todo, a nuestros niños, para que en su alma y mente fértil crezcan la humildad, el respeto, y demás valores, como hermosas flores que adornen con su proceder y su actitud, y no sean cosas del pasado o en extinción.
Hasta la próxima y recuerden: “LA SOBERBIA Y EL ORGULLO SON COMPLEMENTOS DE LA IGNORANCIA”

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