Virginia C. de Millán
Cada año por las fechas de Todos Santos, el cerrito de San Cristóbal y todas las laderas asoleadas se cubren con girasoles dorados que pintan de amarillo toda la cuesta. ¿Por qué este derroche de oro floral en estas fechas?
Hace muchos años, vivía una familia en el cerrito. A los padres y a la hija les encantaba esta tierra: las piedras cubiertas de musgo, los árboles imponentes y las flores que bailaban en suave vaivén. Solían sentarse en la ladera sur del cerro, afuera de su casita, para convivir mientras gozaban del atardecer o del rocío delicado de las telarañas del bosque.
El hijo, sin embargo, era diferente. Impávido ante las bellezas del cerro, buscaba solamente saciar sus propios deseos de tener oro, lujos y una vida ostentosa. Los convivios al aire libre le impacientaban. Para él eran tiempo perdido—tiempo que mejor se utilizaría en buscar dinero. Por eso los padres, al sentirse ya ancianos, cercanos a la muerte, decidieron dejar en testamento el cerro a su hija y todo su dinero al hijo. Murieron en paz y fueron sepultados en el mismo cerro, bajo el cielo azul del valle.
Antes de que brotara la primera hoja de pasto en sus tumbas, el hijo tomó su dinero y se fue a vivir a la ciudad, despilfarrándolo en farándulas y banquetes, mientras que la hija vivía sencillamente en el cerro, comiendo lo que podía sembrar en una pequeña hortaliza, además de las frutas y hongos silvestres que encontraba en el bosque. Con frecuencia se sentaba en la ladera sur del cerro para recordar a sus padres ya muertos. En ese lugar los sentía muy cerca, como si pudiera oír su voz en el canto de los pájaros y en el suspiro del viento entre los árboles. Siempre regresaba a su casita reconfortada con la idea de que ellos la seguían viendo.
Al cabo de un par de meses, el hijo ya había gastado toda su herencia, pero tenía un nuevo amigo: un abogado tramposo. Un día el hijo le hizo una propuesta su amigo estafador:
“¿Qué tal si apelamos el testamento de mis padres para nuestro beneficio? Con tu pericia y con ser yo el hijo, debe haber un modo de obligar a mi hermana a que me ceda toda la propiedad que heredó. El cerro con todo sus bosques, hasta la misma roca debajo de ellos, nos pueden dejar una buena ganancia, sabiéndolo explotar.”
El licenciado ávido de dinero aceptó presto la sugerencia de su amigo, y agregó:
“Para que todo sea legal, hay que ponerle una cláusula a la demanda—que ella se puede quedar con el cerro, siempre y cuando nos pague mil centenarios de oro, contantes y sonantes. Así quedará todo legal y correcto pues la pobre jamás va a tener un sólo centenario, y si acaso lograra reunir los mil, todo ese dinero sería nuestro y es mucho más de lo que nos podría dar el cerro, de todas formas.”
Así quedaron. Llevaron el documento hasta la choza de la hermana, advirtiéndole que tenía hasta la mañana del día siguiente, Día de Muertos, para reunir los mil centenarios de oro o, de otra forma, entregar todo el cerro a su hermano para que él lo explotara para sus propios fines hasta acabarlo.
La hermana, ante semejante documento legal escrito en la forma más obscura y opaca posible, se quedó atónita. ¿Cómo podría salvar su cerro? ¡Imposible que pagara la cantidad que su hermano exigía! Si no tenía más que lo necesario para sostenerse. Se echó sobre el zacate de la ladera afuera de su casita y lloró amargamente.
Después de unos momentos y de manera imperceptible, la muchacha empezó a percibir, más real que nunca, la presencia de sus padres. No alcanzaba a distinguir sus palabras exactas entre el zumbido de las abejas y el murmullo de las aves, pero un sentimiento de paz, cariño y protección la envolvió. Se levantó, se secó los ojos y fue a dormir a su casita, confiada que de alguna manera sus papás le ayudarían.
Amanecía el Día de Muertos y la muchacha salió a ver su cerro por última vez. Pero ¿qué cosa era esa? ¡Toda la ladera estaba cubierta de grandes centenarios que relucían bajo los primeros rayos del sol! Casi incrédula, corrió a tomar uno. No cabía la menor duda—era una moneda sólida, pesada, de oro puro. Rápidamente, regresó a su casa por un costal y empezó a juntar los misteriosos centenarios desparramados en el cerro. Había exactamente mil monedas. Llorando de alegría y alivio, se arrodilló para agradecer a sus papás, que habían escuchado su llanto y mandado el remedio a sus dolores.
Al rato llegaron en una gran carroza su hermano y el abogado avaro. “Bueno, hermana, firma aquí, donde cedes todo derecho sobre este cerro para siempre, a menos que me quieras pagar la cantidad establecida en este renglón.”
“Prefiero pagarte la monedas, hermano, y aquí están,” contestó serena la muchacha, a la vez que vertía el contenido de su costal sobre la mesa. Rebotaron y rodaron las monedas de oro sobre las tablas y cayeron al suelo con alegre tintineo.
Los ojos del hermano y su abogado por poco se salían de sus órbitas ante semejante cascada de oro. Se abalanzaron a recoger los centenarios, contarlos y meterlos de nuevo en el costal, mordiendo cada moneda para comprobar que efectivamente, era de oro puro. Extasiados con el dinero, ya iban de salida cuando la hermana les ordenó:
“Ahora sí, fírmenme este papel, haciendo constar que pagué los mil centenarios por el cerro y que éste me queda para siempre. Ustedes ya no tendrán ningún derecho sobre este lugar.”
Ansiosos por salir y repartirse el dinero, los dos cómplices firmaron sin chistar y metieron los centenarios en la carroza del licenciado, no sin bastante esfuerzo por el peso y el tamaño del costal. Antes de que la hermana pudiera arrepentirse del negocio realizado, arrancaron de prisa y se dirigieron de nuevo a la ciudad.
Una vez en su destino, al querer sacar el dinero de la carroza encontraron que el costal ya no pesaba. Lo rompieron frenéticos para encontrar adentro—¡flores! Se desparramaron sobre el piso de la carroza girasoles amarillos, que ya empezaban a marchitarse.
Desde entonces, cada año por estas fechas de Muertos, la ladera del Cerrito de San Cristóbal y las demás laderas asoleadas del monte, se cubren de oro: un oro floral que enriquece a los que saben amar la tierra que sepulta a sus muertos.
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Hace muchos años, vivía una familia en el cerrito. A los padres y a la hija les encantaba esta tierra: las piedras cubiertas de musgo, los árboles imponentes y las flores que bailaban en suave vaivén. Solían sentarse en la ladera sur del cerro, afuera de su casita, para convivir mientras gozaban del atardecer o del rocío delicado de las telarañas del bosque.
El hijo, sin embargo, era diferente. Impávido ante las bellezas del cerro, buscaba solamente saciar sus propios deseos de tener oro, lujos y una vida ostentosa. Los convivios al aire libre le impacientaban. Para él eran tiempo perdido—tiempo que mejor se utilizaría en buscar dinero. Por eso los padres, al sentirse ya ancianos, cercanos a la muerte, decidieron dejar en testamento el cerro a su hija y todo su dinero al hijo. Murieron en paz y fueron sepultados en el mismo cerro, bajo el cielo azul del valle.
Antes de que brotara la primera hoja de pasto en sus tumbas, el hijo tomó su dinero y se fue a vivir a la ciudad, despilfarrándolo en farándulas y banquetes, mientras que la hija vivía sencillamente en el cerro, comiendo lo que podía sembrar en una pequeña hortaliza, además de las frutas y hongos silvestres que encontraba en el bosque. Con frecuencia se sentaba en la ladera sur del cerro para recordar a sus padres ya muertos. En ese lugar los sentía muy cerca, como si pudiera oír su voz en el canto de los pájaros y en el suspiro del viento entre los árboles. Siempre regresaba a su casita reconfortada con la idea de que ellos la seguían viendo.
Al cabo de un par de meses, el hijo ya había gastado toda su herencia, pero tenía un nuevo amigo: un abogado tramposo. Un día el hijo le hizo una propuesta su amigo estafador:
“¿Qué tal si apelamos el testamento de mis padres para nuestro beneficio? Con tu pericia y con ser yo el hijo, debe haber un modo de obligar a mi hermana a que me ceda toda la propiedad que heredó. El cerro con todo sus bosques, hasta la misma roca debajo de ellos, nos pueden dejar una buena ganancia, sabiéndolo explotar.”
El licenciado ávido de dinero aceptó presto la sugerencia de su amigo, y agregó:
“Para que todo sea legal, hay que ponerle una cláusula a la demanda—que ella se puede quedar con el cerro, siempre y cuando nos pague mil centenarios de oro, contantes y sonantes. Así quedará todo legal y correcto pues la pobre jamás va a tener un sólo centenario, y si acaso lograra reunir los mil, todo ese dinero sería nuestro y es mucho más de lo que nos podría dar el cerro, de todas formas.”
Así quedaron. Llevaron el documento hasta la choza de la hermana, advirtiéndole que tenía hasta la mañana del día siguiente, Día de Muertos, para reunir los mil centenarios de oro o, de otra forma, entregar todo el cerro a su hermano para que él lo explotara para sus propios fines hasta acabarlo.
La hermana, ante semejante documento legal escrito en la forma más obscura y opaca posible, se quedó atónita. ¿Cómo podría salvar su cerro? ¡Imposible que pagara la cantidad que su hermano exigía! Si no tenía más que lo necesario para sostenerse. Se echó sobre el zacate de la ladera afuera de su casita y lloró amargamente.
Después de unos momentos y de manera imperceptible, la muchacha empezó a percibir, más real que nunca, la presencia de sus padres. No alcanzaba a distinguir sus palabras exactas entre el zumbido de las abejas y el murmullo de las aves, pero un sentimiento de paz, cariño y protección la envolvió. Se levantó, se secó los ojos y fue a dormir a su casita, confiada que de alguna manera sus papás le ayudarían.
Amanecía el Día de Muertos y la muchacha salió a ver su cerro por última vez. Pero ¿qué cosa era esa? ¡Toda la ladera estaba cubierta de grandes centenarios que relucían bajo los primeros rayos del sol! Casi incrédula, corrió a tomar uno. No cabía la menor duda—era una moneda sólida, pesada, de oro puro. Rápidamente, regresó a su casa por un costal y empezó a juntar los misteriosos centenarios desparramados en el cerro. Había exactamente mil monedas. Llorando de alegría y alivio, se arrodilló para agradecer a sus papás, que habían escuchado su llanto y mandado el remedio a sus dolores.
Al rato llegaron en una gran carroza su hermano y el abogado avaro. “Bueno, hermana, firma aquí, donde cedes todo derecho sobre este cerro para siempre, a menos que me quieras pagar la cantidad establecida en este renglón.”
“Prefiero pagarte la monedas, hermano, y aquí están,” contestó serena la muchacha, a la vez que vertía el contenido de su costal sobre la mesa. Rebotaron y rodaron las monedas de oro sobre las tablas y cayeron al suelo con alegre tintineo.
Los ojos del hermano y su abogado por poco se salían de sus órbitas ante semejante cascada de oro. Se abalanzaron a recoger los centenarios, contarlos y meterlos de nuevo en el costal, mordiendo cada moneda para comprobar que efectivamente, era de oro puro. Extasiados con el dinero, ya iban de salida cuando la hermana les ordenó:
“Ahora sí, fírmenme este papel, haciendo constar que pagué los mil centenarios por el cerro y que éste me queda para siempre. Ustedes ya no tendrán ningún derecho sobre este lugar.”
Ansiosos por salir y repartirse el dinero, los dos cómplices firmaron sin chistar y metieron los centenarios en la carroza del licenciado, no sin bastante esfuerzo por el peso y el tamaño del costal. Antes de que la hermana pudiera arrepentirse del negocio realizado, arrancaron de prisa y se dirigieron de nuevo a la ciudad.
Una vez en su destino, al querer sacar el dinero de la carroza encontraron que el costal ya no pesaba. Lo rompieron frenéticos para encontrar adentro—¡flores! Se desparramaron sobre el piso de la carroza girasoles amarillos, que ya empezaban a marchitarse.
Desde entonces, cada año por estas fechas de Muertos, la ladera del Cerrito de San Cristóbal y las demás laderas asoleadas del monte, se cubren de oro: un oro floral que enriquece a los que saben amar la tierra que sepulta a sus muertos.
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