Su madre lo abandono desde muy niño, creció solo…
La abuela paterna le dio pecho y se ocupó de él…
No hay nada imposible para él, todo se puede con ganas de ser…
Hay discriminación para los de capacidades diferentes…
Elio Henríquez
La abuela paterna le dio pecho y se ocupó de él…
No hay nada imposible para él, todo se puede con ganas de ser…
Hay discriminación para los de capacidades diferentes…
Elio Henríquez
Una descarga eléctrica de alta tensión en 1976, cuando tenía 18 años, cambió la vida del indígena chol Nicolás Hernández Martínez al provocarle que le amputaran los brazos y las piernas, y sin embargo es un ejemplo de vida porque —dice—”se puede perder todo, menos la esperanza”.
El accidente truncó su sueño de estudiar medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y lo obligó a titularse como abogado en esta ciudad y a obtener una maestría en ciencias penales, carrera en la que ha encontrado motivos para no quitarse la vida y seguir luchando porque la sociedad no lo discrimine y lo acepte como es.
“Es mentira que en México no se discrimine a quienes por motivos diversos tenemos capacidades diferentes como dice el discurso oficial”, lamenta Hernández Martínez, maestro jubilado, y quien durante varios años se desempeñó como agente del Ministerio Público del fuero común y visitador agrario en municipios de la selva Lacandona.
“Dicen que todos tenemos los mismos derechos pero es falso, pues yo me he topado con muchas cosas que dan tristeza. Siempre hemos vivido marginados. Yo no puedo decir que al rato voy a estar tomando una taza de café con otras personas. Vivo solo. Del trabajo a mi casa. Siento que no sería bien recibido si me acerco con alguien”, dice.
El indígena hace una pausa porque se le corta la voz y los ojos se le humedecen. “Hay momentos que pensé quitarme la vida, pero reflexioné y me di cuenta de que no es la solución al problema”, agrega Nicolás, a quien desde que nació en Masojá Chico, municipio de Tila –en el norte de Chiapas—el 2 de noviembre de 1956, el destino le volteó la espalda porque su madre lo abandonó y fue creado por su abuela paterna y su padre, quien hace cuatro años fue asesinado en Campeche, a donde se había a vivir por la falta de tierras en su localidad.
“Yo crecí solo sin apoyo de nadie. Yo no he conocido el cariño de una madre”, agrega y hace una nueva pausa para dejar que salgan las lágrimas. “Es que recordar todo esto… Gracias a mi abuelita que me dio la vida, me dio su pecho, porque desgraciadamente la vida… hay madres a las que no les importan sus hijos, se huyen del hogar, buscan a otra persona”.
Agrega: “Pero cómo da vueltas la vida. Últimamente mi mamá me ha mandado cartas para que yo la apoye para comprar su medicina (vive en Nuevo Limar, Tila), que necesita dinero. A mí no me dio cariño ni el calor de una madre cuando yo la necesitaba. Ahora que ya perdimos la confianza viene a pedir apoyo”.
Cuenta que tuvo una infancia y adolescencia con carencias y sufrimientos, pero era feliz, hasta que en julio de 1976, en el vecino municipio de Salto de Agua, donde había concluido la secundaria, subió a la azotea de una casa para cambiar la antena de una televisión de un médico del antiguo Instituto Nacional Indigenista (INI), y el tuvo que sujetaba chocó contra un cable de alta tensión.
“Ahí me chamusqué todo. Es un milagro que lograra sobrevivir, pues caí muerto y cuando desperté ya estaba en la Cruz Roja de Villahermosa”, comenta durante una conversación en su despacho jurídico ubicado en esta ciudad.
Gracias a la intervención de su amigo Isaías Borges García, que trabajaba en el INI y a quien considera su hermano, fue trasladado a un hospital de la capital del país, donde de inmediato le amputaron el brazo izquierdo y un día después el derecho.
“Los médicos me aconsejaron amputar las piernas también porque ya estaban muy dañadas, y dijeron que me adaptarían aparatos. ‘Vas a quedar bien, vas a trabajar; olvida lo que pasó, lo importante es que te salves’”, recuerda que le dijeron y a los pocos días le cortaron las piernas “y perdí los cuatro miembros: De la rodilla para abajo, y a partir de los codos. “En una semana me cortaron todo, pero me quedó la vida. Seis meses estuve con suero en el hospital”.
Después de más de un año de estar internado en el hospital y de algún tiempo en rehabilitación, pidió su alta voluntaria porque ya no quería estar internado y retornó a Salto de Agua donde estaba el médico que lo había apoyado.
Regresó con prótesis. Como manos, unos ganchos que funcionan como pinzas tirados por una cuerda que le cruza por la espalda y con los cuales, asegura, puede tomar cualquier cosa. “Yo aprendí a valerme por mí mismo. Era difícil porque había perdido el equilibrio, era como un niño. Tuve que volver a aprender a caminar pues había perdido todo; ni pararme podía. Es como si hubiera vuelto a nacer”.
—¿Qué se te dificulta hacer?
—Nada. Tengo mi carro, lo sé manejar.
—¿En serio?
—Claro. jejeje —ríe por primera vez durante la conversación.
—¿Cómo has aprendido a hacer todo eso?
—Luchando. La necesidad nos impulsa a hacer las cosas.
Con un semblante permanente de tristeza, Nicolás recuerda que a su regreso a Salto de Agua ya con prótesis le dieron una plaza en el almacén del INI. Luego contrajo matrimonio y se mudó a esta ciudad, donde estudió la preparatoria y en 1989 egresó como abogado de la facultad de derecho de la Universidad Autónoma de Chiapas, con sede en esta ciudad.
Su vocación, dice, era la medicina pero valoró las dificultades de tomar el instrumental quirúrgico para ponerla en práctica. “Por las manos, pensé. Pero he soñado estudiar medicina. Tengo esa ilusión, pero no tengo recursos y es muy cara la carrera. Y también quiero hacer el doctorado en derecho. Ojala obtuviera un trabajo en el sistema judicial, o algo así, pero a mis 52 años es difícil”.
Subraya: “Sigo con la fe de salir adelante, no me siento vencido, tengo la esperanza de hacer algo y sueño, si algún día me apoyan… algunos piensan que no valemos, pero sí. A veces los discapacitados somos más responsables”.
El indígena es conocido en el ámbito judicial no sólo porque durante un buen tiempo laboró como agente del Ministerio Público sino porque en estos últimos años se ha dedicado a litigar. Se le ve caminando por las calles, sin que se note que le faltan las cuatro extremidades, salvo por las manos de acero que no oculta. Su trabajo lo ha obligado a modernizarse y cambiar la máquina de escribir por la computadora. “Cuando fui agente del Ministerio Público había que hacer todo a máquina; ahora ya están los formatos en la computadora”.
Tiene cinco hijos, además de uno que murió, que ya no viven con él porque o son profesionistas o se casaron y porque su esposa lo abandonó hace varios años. “Vivo solo y gracias a Dios que me ha dado la fuerza para seguir adelante”.
—¿No le tienes algún resentimiento a Dios por todo lo que te pasó?
—No, al contrario porque es el único que tengo, no tengo a quien más pedirle, porque mentira lo que dice el gobierno de que no hay discriminación en México para los discapacitados (…) mucha gente me pregunta que cómo aguanto a vivir solo, y les digo que no vivo solo sino con alguien invisible. El señor de Tila (patrono de su municipio) es muy milagroso y me ha dado toda la energía la salud.
--¿Llevas una vida plena?
—Sí, ya me adapté. Para qué soñar, hay que conformarse si Dios así nos quiso, hay que aceptarlo.
Matiza: “La vida es triste. Yo desahogo mi tristeza y mi angustia en la calle, trabajando”.
El accidente truncó su sueño de estudiar medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y lo obligó a titularse como abogado en esta ciudad y a obtener una maestría en ciencias penales, carrera en la que ha encontrado motivos para no quitarse la vida y seguir luchando porque la sociedad no lo discrimine y lo acepte como es.
“Es mentira que en México no se discrimine a quienes por motivos diversos tenemos capacidades diferentes como dice el discurso oficial”, lamenta Hernández Martínez, maestro jubilado, y quien durante varios años se desempeñó como agente del Ministerio Público del fuero común y visitador agrario en municipios de la selva Lacandona.
“Dicen que todos tenemos los mismos derechos pero es falso, pues yo me he topado con muchas cosas que dan tristeza. Siempre hemos vivido marginados. Yo no puedo decir que al rato voy a estar tomando una taza de café con otras personas. Vivo solo. Del trabajo a mi casa. Siento que no sería bien recibido si me acerco con alguien”, dice.
El indígena hace una pausa porque se le corta la voz y los ojos se le humedecen. “Hay momentos que pensé quitarme la vida, pero reflexioné y me di cuenta de que no es la solución al problema”, agrega Nicolás, a quien desde que nació en Masojá Chico, municipio de Tila –en el norte de Chiapas—el 2 de noviembre de 1956, el destino le volteó la espalda porque su madre lo abandonó y fue creado por su abuela paterna y su padre, quien hace cuatro años fue asesinado en Campeche, a donde se había a vivir por la falta de tierras en su localidad.
“Yo crecí solo sin apoyo de nadie. Yo no he conocido el cariño de una madre”, agrega y hace una nueva pausa para dejar que salgan las lágrimas. “Es que recordar todo esto… Gracias a mi abuelita que me dio la vida, me dio su pecho, porque desgraciadamente la vida… hay madres a las que no les importan sus hijos, se huyen del hogar, buscan a otra persona”.
Agrega: “Pero cómo da vueltas la vida. Últimamente mi mamá me ha mandado cartas para que yo la apoye para comprar su medicina (vive en Nuevo Limar, Tila), que necesita dinero. A mí no me dio cariño ni el calor de una madre cuando yo la necesitaba. Ahora que ya perdimos la confianza viene a pedir apoyo”.
Cuenta que tuvo una infancia y adolescencia con carencias y sufrimientos, pero era feliz, hasta que en julio de 1976, en el vecino municipio de Salto de Agua, donde había concluido la secundaria, subió a la azotea de una casa para cambiar la antena de una televisión de un médico del antiguo Instituto Nacional Indigenista (INI), y el tuvo que sujetaba chocó contra un cable de alta tensión.
“Ahí me chamusqué todo. Es un milagro que lograra sobrevivir, pues caí muerto y cuando desperté ya estaba en la Cruz Roja de Villahermosa”, comenta durante una conversación en su despacho jurídico ubicado en esta ciudad.
Gracias a la intervención de su amigo Isaías Borges García, que trabajaba en el INI y a quien considera su hermano, fue trasladado a un hospital de la capital del país, donde de inmediato le amputaron el brazo izquierdo y un día después el derecho.
“Los médicos me aconsejaron amputar las piernas también porque ya estaban muy dañadas, y dijeron que me adaptarían aparatos. ‘Vas a quedar bien, vas a trabajar; olvida lo que pasó, lo importante es que te salves’”, recuerda que le dijeron y a los pocos días le cortaron las piernas “y perdí los cuatro miembros: De la rodilla para abajo, y a partir de los codos. “En una semana me cortaron todo, pero me quedó la vida. Seis meses estuve con suero en el hospital”.
Después de más de un año de estar internado en el hospital y de algún tiempo en rehabilitación, pidió su alta voluntaria porque ya no quería estar internado y retornó a Salto de Agua donde estaba el médico que lo había apoyado.
Regresó con prótesis. Como manos, unos ganchos que funcionan como pinzas tirados por una cuerda que le cruza por la espalda y con los cuales, asegura, puede tomar cualquier cosa. “Yo aprendí a valerme por mí mismo. Era difícil porque había perdido el equilibrio, era como un niño. Tuve que volver a aprender a caminar pues había perdido todo; ni pararme podía. Es como si hubiera vuelto a nacer”.
—¿Qué se te dificulta hacer?
—Nada. Tengo mi carro, lo sé manejar.
—¿En serio?
—Claro. jejeje —ríe por primera vez durante la conversación.
—¿Cómo has aprendido a hacer todo eso?
—Luchando. La necesidad nos impulsa a hacer las cosas.
Con un semblante permanente de tristeza, Nicolás recuerda que a su regreso a Salto de Agua ya con prótesis le dieron una plaza en el almacén del INI. Luego contrajo matrimonio y se mudó a esta ciudad, donde estudió la preparatoria y en 1989 egresó como abogado de la facultad de derecho de la Universidad Autónoma de Chiapas, con sede en esta ciudad.
Su vocación, dice, era la medicina pero valoró las dificultades de tomar el instrumental quirúrgico para ponerla en práctica. “Por las manos, pensé. Pero he soñado estudiar medicina. Tengo esa ilusión, pero no tengo recursos y es muy cara la carrera. Y también quiero hacer el doctorado en derecho. Ojala obtuviera un trabajo en el sistema judicial, o algo así, pero a mis 52 años es difícil”.
Subraya: “Sigo con la fe de salir adelante, no me siento vencido, tengo la esperanza de hacer algo y sueño, si algún día me apoyan… algunos piensan que no valemos, pero sí. A veces los discapacitados somos más responsables”.
El indígena es conocido en el ámbito judicial no sólo porque durante un buen tiempo laboró como agente del Ministerio Público sino porque en estos últimos años se ha dedicado a litigar. Se le ve caminando por las calles, sin que se note que le faltan las cuatro extremidades, salvo por las manos de acero que no oculta. Su trabajo lo ha obligado a modernizarse y cambiar la máquina de escribir por la computadora. “Cuando fui agente del Ministerio Público había que hacer todo a máquina; ahora ya están los formatos en la computadora”.
Tiene cinco hijos, además de uno que murió, que ya no viven con él porque o son profesionistas o se casaron y porque su esposa lo abandonó hace varios años. “Vivo solo y gracias a Dios que me ha dado la fuerza para seguir adelante”.
—¿No le tienes algún resentimiento a Dios por todo lo que te pasó?
—No, al contrario porque es el único que tengo, no tengo a quien más pedirle, porque mentira lo que dice el gobierno de que no hay discriminación en México para los discapacitados (…) mucha gente me pregunta que cómo aguanto a vivir solo, y les digo que no vivo solo sino con alguien invisible. El señor de Tila (patrono de su municipio) es muy milagroso y me ha dado toda la energía la salud.
--¿Llevas una vida plena?
—Sí, ya me adapté. Para qué soñar, hay que conformarse si Dios así nos quiso, hay que aceptarlo.
Matiza: “La vida es triste. Yo desahogo mi tristeza y mi angustia en la calle, trabajando”.
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