domingo, 21 de marzo de 2010

TEMAS SELECTOS DE SALUD PÚBLICA

¿DE DÓNDE COMEMOS LOS COLETOS? ¡EN EL 2010!

Dr. Francisco Millán Velasco


Ahora nos encontramos con dos flamantes supermercados más: Sam’s Club y otro. Recordemos a mi querido primo Jesus Agustín que allanó el camino. Bajo la andanada de criticas, él de forma amable y sincera retiró su proyecto de poner el supermercado en el Cubito; proyecto que fue de inmediato agarrado por los empresarios coletos y la iniciativa privada ahora sí, sin chistar. Al juzgar por las hileras de coches que iban desaforados por el rumbo, es que ha de ser la octava maravilla del mundo. Y de hecho, qué bueno que haya más opciones en San Cristóbal, para que no abusen: ni los del Chedraui, ni los del Sam’s, ni los supermercados de antes, ni las tienditas de las esquinas, ni los mercadotes. Con el aumento poblacional que tenemos, más los transeúntes que también comen, habrá ganancia para todos.

El Sam’s Club, al igual que las Bodegas Aurrera, son parte del imperio WalMart, tan controvertido en el vecino país del norte, y hace poco criticado con fiereza en nuestro pueblo. Como todo, tiene sus pros y sus contras: por un lado, los precios más accesibles para la población, empleos para muchos ciudadanos de aquí, la sana competencia y la conveniencia, y por otra, una dependencia en los productos de importación, los sueldos de miseria que paga a sus empleados, la posible derrota económica de las tiendas locales y el impacto ecológico de tanto estacionamiento en cementado con su plétora de carros encima. Pero ya con un Sam’s Club en Comitán y otro en Tuxtla, era cosa inevitable que, tarde que temprano, también San Cristóbal y los pueblos alrededor se vieran “beneficiados” por la gran trasnacional. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene que buscar su comida.

En todos los tiempos, la humanidad se ha visto con la necesidad de buscar su alimento. Por ejemplo hace cien años en la casas de muchos antepasados como en la de mis abuelos, comían de los productos traídos de su finca. De tierra caliente llegaban rejas de mangos, naranjas, limones y guayabas, atados de panela, fanegas de maíz y frijol, y cantidad de cacao, café y calabazas. De los sembradíos, huertos y molinos de San Cristobal llegaban las manzanas, perones y duraznos, como también el trigo, molido allí mismo por viejos molineros coletos. En los traspatios de las casas se criaban gallinas para surtir de huevo y carne a las casas. Se guardaban estos productos en grandes cajas de madera en el pasillo cerca de la cocina, donde servían para preparar los alimentos diarios. Llegaba una mujer que preparaba el chocolate, moliendo el cacao, otra que hacía las tortillas del maíz a mano.

Hum todo riquísimo, exquisito. Pan, quesos, crema, mantequilla etc. Todo chiapaneco.

Como en aquellos días no había más refrigeración que la bodega, todo se tenía que conservar y por ello se idearon muchas tradiciones y costumbres alimenticias. Eran cantidades de cajeta de frutas que se cocían durante horas en grandes peroles de cobre, con panela o azúcar hasta que alcanzara su punto. La leche fresca se hacía jocoque, mantequilla o queso—de allí los sabrosos quesos de bola de Ocosingo, como también los quesos crema, corazón de mantequilla y quesillo.

Las reses o puercos del rancho que se sacrificaban para el consumo de la familia y de los trabajadores salariados se tenían que comer en el mismo día. Tal vez por eso, en el campo donde todavía no muy llegan los refrigeradores, hay tantas fiestas donde se sacrifican una o más reses, para que todo el pueblo pueda comer carne fresca ese mismo día, aunque sea contadas veces por año. De lo contrario, había que preparar la carne con limón y sal para hacer cecina, molerla con achiote, ajo y chiles para luego ahumarla como chorizo o longaniza, secar, ahumar y planchar la pierna entera para hacerla jamón o hacer butifarra—las carnes frías que otrora dieron fama a nuestra ciudad.

Aunque en general la gente vivía de lo que producía su tierra, también en tiempos de mi abuelo hace 100 años había un mercado semanal en la plaza central, donde se podía comprar granos, fruta y verduras, ya con dinero en efectivo o mejor en trueque—mi borreguito por tu fanega de frijol. Los productos entraban a la ciudad en carretas de bueyes, a lomo de burro o en mecapal suspendido de la frente sudosa de algún campesino. Llegaban los compradores a pie, con sus morrales. Incluso por los años 50s no había problemas de estacionamiento ni de transporte público, como todo quedaba cerca y solo había pocos automóviles, como el Ford de Don Jorge Ochoa Camacho. La bolsa nailon, con su contaminación consecuente, era desconocida—se envolvían las compras en hojas de periódico viejo o se ataban con zacate.

Después, este mercado se cambió a la plaza de la Merced, y luego, al final de los 60s, al Mercado Castillo Tielemanns, que todavía ocupaba sólo 2 manzanas en aquellos benditos tiempos. La ciudad en aquel entonces consistía de casas, iglesias y escuelas, con una que otra tienda. Me acuerdo todavía de la tienda de Don Olinto, el Supermercado Jovel, la tienda de Don Sixto González. En los barrios, empezaban a proliferar las tienditas de las esquinas, pero el centro conservaba su dignidad residencial. En los pocos restaurantes que existían hace 50 años, se ofrecía siempre menú riquísimos, hasta hoy, como “la Parroquia”: sopa de pan, pollo en mole, lomo, y platón de carnes frías. En realidad pocos lugares y cerraban temprano.

La modernidad nos llegó de golpe en el ’94. A partir de esa fecha, todo lo bueno y lo malo ha proliferado: tiendas, taxis, supermercados, restaurantes exóticos, ambareros hippies, productos importados, tránsito, extranjeros residentes, cibercafés, antros, colonias periféricas, bares, turistas, puestos de productos piratas y compañías trasnacionales, con todo lo que éstos conllevan. San Cristóbal se ha convertido en ciudad cosmopolita, sofisticada, donde se oyen todos los idiomas, se comen platillos libaneses, israelíes, argentinos y franceses, se compran chocolates suizos, y kiwis de Nueva Zelanda, hamburguesas gringas, calculadoras chinas y carros japoneses. De que llegara un Sam’s Club a esta Torre de Babel era nomás cuestión de tiempo. ¡Provecho, San Cristóbal!


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